No es casual, en modo alguno, que el término ‘Estética’, cuyo significado original se circunscribía al campo de las sensaciones, se haya desplazado en su uso significativo hasta designarse con él la reflexión sobre lo bello, lo sublime y lo “artístico”. Pues el origen y el fundamento de la cacareada experiencia estética es puramente ‘sensacional’: la posibilidad del acontecimiento estético se funda en la capacidad humana de sentir –recibir sensaciones, puras u organizadas en impresiones– poniendo a la vez entre paréntesis, durante un mágico instante preñado de eternidad, toda reflexión sobre dicho sentir. Es entonces cuando la “verdad” del arte acontece: al desaparecer toda (ex)torsión de la emoción por la tenaza verbal (conceptual), el signo se con‑funde con lo significado, con lo que ambos desaparecen, quedando tan sólo la pura manifestación, en orgasmática epifanía, del Ser (es, sin embargo, seriamente discutible que semejante «pura manifestación» –la experiencia estética– exista, acontezca de hecho en toda su pureza; algunos lo juran, pero…).
Si nos propusiéramos acotar reflexivamente la experiencia estética, esto es, si nos propusiéramos encontrar una fórmula verbal siquiera lejanamente e‑vocante (orientada a la apertura) de dicho fenómeno, entonces tendríamos que inventar una forma imposible del verbo ‘ser’ que reuniese en fundamental y plena unidad las tres personas gramaticales; o sea, una palabra (una “idea”, diríamos a la antigua usanza filosófica) que expresase en indisoluble integridad, pero preservando a la vez la plenitud de sus respectivos sentidos, el ‘soy’, el ‘eres’ y el ‘es’. Hay una formulación cristiana alusiva a la imposibilidad de concebir este arcano verbal, cifra absoluta de todo acontecer (de la posibilidad misma de que algo ex‑ista). Se trata del Misterio de la Santísima Trinidad.
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