La única manera de hacer las cosas es haciéndolas.
Todo lo que sean preparativos para planear aquello que nos proponemos realizar–siempre y cuando no caigamos en el exceso de preparación, que suele encubrir miedo a la acción o la incapacidad de decidir–, bienvenido sea.
A fin de cuentas, lo que queda es que el movimiento se demuestra andando.
¿Cuándo está uno preparado para pasar a la acción?
No creo que haya reglas fijas al respecto; ni menos, universales.
Hay tipos que son auténticos maestros en el arte de la improvisación; esto es, que disponen de un talento natural para lanzarse a hacer cosas sin apenas previa preparación –y aún así las hacen bien.
Hay otros que son duchos en el arte de la aplicación, entendiendo por tal la correcta interpretación –paso anterior– y traslación –paso posterior– a la acción práctica de lo previamente aprendido.
Maestros, sin embargo, no abundan, –ni en este arte, ni en aquel… ni en arte alguno que merezca tal nombre.
Sólo hay que advertir que la preparación excesiva puede ser tan peligrosa para llevar alguna acción a buen puerto como la falta de preparación. Mientras que acometer una acción, o pretender hacer algo, sin la debida preparación es imprudencia o temeridad –especialmente si la citada acción entraña riesgo para seres humanos, ya sea el propio sujeto de la acción, ya sean otros–, no hacerlo cuando ya se está lo suficientemente preparado –y dado por supuesto, lógicamente, el propósito de hacerlo– es paralización y delata miedo; o falta de autocontrol, inseguridad, nerviosismo, etc. … Miedo a fin de cuentas.
Hay casos, sin embargo, en los que hacer algo sin preparación puede ser, no ya aconsejable, sino incluso un deber moral: se trata de casos de necesidad vital, en los que la supervivencia física –sea propia o ajena– está en juego… Por poner un par de ejemplos: tratar de detener el curso de la acción de un asesino sin ser un experto en artes marciales ni en el uso de armas, cuando no hay otra persona más cualificada que pueda hacerlo; o conducir un vehículo sin saber hacerlo, a falta de conductor, para trasladar a alguien que se está desangrando a un lugar donde puedan salvarlo.
Personalmente, un procedimiento que viene funcionándome bastante bien en los últimos tiempos, es el de fijar plazos de ejecución razonables para el cumplimiento de mis propósitos; a partir de este plazo, resulta relativamente sencillo trazar un plan de preparación adecuado para el propósito en cuestión.
Ahora bien: el plazo de ejecución –o fecha límite en que el propósito debe cumplirse– debe considerarse, por así decirlo, “sagrado” –salvo razones de fuerza mayor–. Lo que quiero decir con esto es que, llegado el plazo del cumplimiento, hay que abstraerse de si uno está o no lo suficientemente preparado para llevar a cabo su propósito y, simplemente, hacerlo.
Lo contrario –darles entrada a cábalas y dudas sobre si uno está o no lo suficientemente preparado, si puede o no hacerlo bien, etc.– no conduce más que a una ansiedad evitable, que a menudo desemboca en la parálisis del propósito –o, peor todavía, en una deficiente ejecución provocada por el exceso de nervios.
Cuando uno, ante un determinado propósito que se ha fijado a sí mismo, se falla en repetidas ocasiones, incumpliéndolo una y otra vez, debe revisar con lupa este propósito, así como las circunstancias, dificultades y motivaciones que implican su posible cumplimiento: porque quizá no sea un propósito adecuado, quizá no sea un propósito lo suficientemente deseado… o quizá sea, simplemente, un propósito de imposible cumplimiento. En tales casos, un examen atento de uno mismo y sus circunstancias, y la consecuente supresión en su vida de propósitos inadecuados, ahorra penalidades, frustraciones y desgastes innecesarios.
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