Cuántas veces los filósofos han depositado una ingenua, optimista e injustificada confianza en el siguiente argumento –que, como todo argumento ontológico, comienza por afirmar precisamente aquello que trata de probar–: “La realidad debe con-formarse al intelecto humano. Pues, si no fuera así, sería como si la naturaleza hubiera dispuesto en alguna de sus criaturas la necesidad fisiológica del hambre, sin proveerle al mismo tiempo de la posibilidad de alimentarse; lo que no conviene en absoluto a la portentosa sabiduría que la naturaleza revela en todas sus manifestaciones.”
Pero, vamos a ver. En primer lugar, ¿dónde está escrito que la mater Natura sea “sabia”? ¿En sus “manifestaciones”? Es evidente que concluir la sabiduría de la naturaleza en base a sus manifestaciones no es la única lectura posible de tales manifestaciones; con el mismo derecho puede sostenerse, sobre esta base empírica, que la naturaleza es ciega, mema, caprichosa, carente de todo orden y designio racionales. Esta afirmación es sostenible aún cuando la naturaleza responda provisionalmente a nuestras previsiones: ¿Cómo no va a hacerlo, si la esclavizamos, la violamos, la sodomizamos? También la mula de carga, ciega y con orejeras, “responde” como queremos que lo haga cuando la apaleamos. Pero, ¡ojo!: Cuidado con la coz, que llega tarde o temprano, y puede pillarnos por sorpresa.
Suponer una mayor o menor “inteligencia” en la naturaleza, atribuirle una mente privilegiada o concebirla oligofrénica, es incurrir en el más grosero de los antropomorfismos.
Pero, incluso aunque supusiéramos que la naturaleza es, en efecto, “sabia”, no por ello quedaría automáticamente convalidado el susodicho argumento “filosófico”; pues, ¿acaso hay una implicación necesaria, como sostenía Sócrates, entre “sabiduría” y “bondad”? ¿El segundo de estos conceptos se contiene en el primero? O sea: Que la naturaleza sea “sabia”, ¿significa que también tiene que ser “buena”?
¿No será la naturaleza, más bien, una pervertida, una enferma mental, una psicópata incurable, una entidad taimada? ¿No puede ser acaso una progenitora despiadada y cruel? Un análisis frío y sosegado del carácter del devenir natural inclina la balanza en favor de esta tesis antes que de su contraria: ¡Tantas especies animales inmoladas al sublime y sagrado proceso natural pomposamente denominado “la evolución”! Y el animal auto-situado en la cúspide de dicha evolución natural, ese pegote de barro con una pizca de divinidad… ¡Qué ridícula e impotente criatura, permanentemente insatisfecha, siempre in-cierta de sus certezas! Más que los Señores del Cosmos, parecemos la broma pesada de un demiurgo cachondo, una jugarreta de mal gusto, el pus de un quiste de la creación.
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