No soy un incomprendido. Soy un incomprensible.
Tampoco puedo comprender a nadie.
No he perdido la brújula. Son los puntos cardinales los que se han desintegrado. Y yo con ellos.
Des-integrado, radicalmente.
El que tenga oído, escuche esta cadencia en su propia caoticidad. El que no, que se meta un dedo en el culo.
No es lo mismo oído que larga oreja.
No es lo mismo oído que destreza de compás.
No es lo mismo oído que dureza de ritmo.
El primero creerá que rebuzno: está oyendo el eco de su propia voz, que rebota en mis palabras.
El segundo sentenciará. “Te contradices”. No le cabe en su razón que el compás puede trazar círculos acirculares. Por eso me río en sus narices.
El tercero me mirará por encima del hombro. No te equivoques, tú: ¿Quién es el acojonado? ––Espectáculo hermoso verte nadar guardando la ropa (ropa de calidad, por supuesto). Al compañero orejilargo le parece admirable y terrorífico: se estremece de pies a cabeza con tu risa de pirata hollywoodiense. El compañero diestro lo encuentra divertido y abominable: Buena música para copas de lujo.
Pero yo…
Yo te escupo a la cara mi verdad, o sea, tu mentira: No soy yo El Cobarde.
Siempre, siempre estoy desnudo: así cuando nado como cuando, tiritando, me estremezco más allá de la orilla.
No tengo harapos con los que cubrir mi soledad. Ni mucho menos trapitos.
Soy El Solitario.
Siempre solo. Sin raíces. Sin estrellas. Sin amantes.
Siempre.
Solo.
Viento y oscuridad: única compañía.
Me chupo, chupo, chupo la sangre.
Me sorbo, sorbo, sorbo los sesos.
Me masturbo, turbo, turbo.
Sin piedad.
Estrello contra mi cabeza el ariete de la locura: espantosos, demoledores ataques de angustia.
Sigo adelante retrocediendo, sin tregua, sin pausa, sin freno.
Hundido en un valle desierto. Hundido en la cuenca del ojo de una luna negra.
Barro al que se le secó el agua.
Agua que flota sin cauces.
Perdido.
Sin direcciones.
Ni hombre, ni bestia, ni Dios.
Un interrogante en la sombra.
La encarnación del único Misterio, sólo si encarnado misterio.
¿Por qué, por qué, por qué?
¿Dónde, dónde, dónde?
¿Dónde estás, mi amante?
¿No hay tú? ¿No existes, alma mía? ¿No hay grieta en el sinsentido?
Con una cuchilla de afeitar me achiné los ojos, me rasgué el escroto, me afeité los pelos del pecho.
Con un puñal me atravesé el corazón.
¡Ven, vampiro, ven, ven a chuparme la sangre antes de que caiga la noche!
¡Ven, lejana, perdida estrella de mi alma, atrévete a acariciar a la pobre Bestia de la Noche!
Envuelve, vuelve, vuélveme en tu útero caliente. Riégame con tu sangre. Antes de que la presión de mis colmillos me rompa las sienes estrujadas.
Acércate, Luz. Reconoce a tu sombra viajera.
Quiero echarte el lazo y trepar hasta ti, para que me ciegues, pequeña estrella errante.
¡Abrázame, tú, sí: Tú!
Mi amada, las montañas, el pasto de los ciervos…
Ignacio Iglesias
Madrid, hacia finales de los 80
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